sábado, 17 de junio de 2017

Mi ley, la fuerza de

El miércoles  di un paseo por la playa que está pegando  al  antiguo puerto de pescadores del Molinar, en  Mallorca. El sol, a esa hora de la mañana, comenzaba a ser agobiante en el útero del Almirante de los vientos: El Levente. Delante de mí, caminaba una niña, seguro que imaginando mundos – me dije-. Calculé que rondaría  tres años de edad. Le protegía de cerca,  la sombra de su abuelo. Fue entonces, cuando divisé a una milla de la costa de Palma, el barco de Greenpeace, a la vez que un avión descendía, otros dos esperaban en el cielo. En la misma postal, dentro del puerto, en la dársena de poniente, dos cruceros ocupaban el muelle. Sin querer, desempolvé  algunos papeles arrinconados en la memoria. Los  lienzos pintados con la inventiva,  el fruto de viejas lecturas  que, en ese preciso instante se transformaron  en algo real. También pensé en Marce Palau, un navegante que desconfiaba mucho de esos  colosos. Ahora, reposa en el sitio que siempre deseó; cerca de  Benicarló, el pueblo de su infancia, envuelto en el sudario azul del Mediterráneo.

Recordé lo que nos contó una noche de febrero en Vigo,  a bordo de una goleta en el amarre del puerto. Habían llegado esa tarde, tomaron un descanso tras varios días de navegación agitada desde no sé qué puerto Danés. Al día siguiente, junto a la tripulación y ante un atlántico en calma, continuaron con la navegación rumbo  al  puerto de Vinaroz. Lamentaré toda mi vida no haber podido enrolarme el primer día, pero  guardaré eternamente esa visita. Yo, que nací en el interior de la Península Ibérica, no tardé en saber que un vecino mío, había sido un gran navegante, su nombre: Álvaro de Mendaña, su esposa: Isabel Barreto, fue la primera mujer que obtuvo el grado de General o Almirante de la corona  Española, juntos  partiendo del Callao, viajaron por segunda vez a unas  islas del Pacifico sur. Él, en una expedición anterior, las había descubierto. Tal vez, de tanto ver el ancla que hay en el ayuntamiento en honor a tan ilustre vecino, contagió  mi atracción   marinera. Por eso,  cuando aquella noche  Marce Palau, nos relató varias aventuras marineras en un salón  de la goleta,  escuchamos embobados.  Casi al final de esa velada Señaló con nostalgia  -hoy cualquiera es marinero por obtener  un título, ahora  navegar parece fácil-. Entre tragos, y pausas en las que yo creía escuchar al Nautilius  dijo: -Desde que el hombre es hombre, siempre navegó con la fuerza del viento, la fortuna y el valor. Egipcios, Griegos y por encima: Los Fenicios,  con unos rudimentarios y efectivos instrumentos arribaron en  Bahías, radas y costas del mar mediterráneo igual que en otras latitudes, en las cuales, tampoco existía  más g.p.s. que el sol, constelaciones de  estrellas, remos, la astucia y el ansia por colonizar. -Somos- tras una pausa continuó- -Los descendientes  de aquellos  intrépidos hombres, tanto; Polinesios, Vikingos (Normandos) y Portugueses, entre otros, los que mezclaron los rasgos genéticos  de nuestros antepasados hasta  hoy... -Los marineros, -siguió-, antiguamente,  al encontrarse  en las tabernas de los puertos, reconocían a los que habían atravesado a vela los cabos australes-… Antes de irnos a los camarotes, -dijo-  -siempre fue así- y concluyó la velada con la ultima frase  -hasta la revolución industrial que cambió todo-. Él, que los últimos años de su vida los pasó  entre  Ibiza y Formentera, le daba una risa cervecera  al cruzarse con algún marinero de yate y aros en las orejas.

Pensaba, al llegar a la playa en él y en  lo rápido que va todo. Ahora, miles de pseudoviajeros pasan unas pocas horas en las ciudades que visitan, descienden de  parques temáticos flotantes  sin el más mínimo interés, desconocen  quién fue, por poner un  ejemplo,  el fraile del monumento que fotografían en el paseo de Sagrera aquí, en Palma, en Barbados o en San Sebastián de la Gomera. La necesidad por mostrar la foto al instante   a los amigos virtuales: es la prioridad. A veces deseamos que pase el tiempo sin saber  para qué, creemos   que las reglas del juego las inventamos nosotros, olvidamos  que  hay regueras con el nombre Rio bravo  como en mi pueblo esperando a que Zeus amontone nubes, y  es entonces, cuando el caos nos pondrá la cara de emoticono incrédulo. Acabaremos  remolcando un iceberg. Y  en esos momentos supinos es cuando me digo, ojalá  a Poseidón le dé por tener un ataque de tos un día de estos y le clave el tridente en la proa  por debajo de la línea de flotación a uno de esos edificios  que navegan arrogantes por ahí. Y espero, que Éolo; entregue la bolsa a los niños, los músicos y la bibliotecaria, si es qué hay una a bordo. Aunque, estoy seguro que  el capitán intentaría abrirla, y no tengo ninguna duda, de que alguien, inmortalizaría el momento creyendo  que forma parte del espectáculo, y es, en ese  instante, cuando me dan ganas de retroceder a mi época quinqui; comprar una flauta en la farmacia, telefonear a telejaco ¿cuánto quieres?  Y meterme en la cama igual que Ramón Sampedro. Aunque después, entre otras cosas, me quita las ganas  esa niña medio Valona que de vez en cuando miraba si seguía ahí, desconocía   lo que pensaba  su abuelo. Ella, ausente,  construía una  torre que esconde  secretos con un cubo rosa que antes  olvidé mencionar.

Su madre, mi hija: es una de tantas  guerreras o guerreros del arco iris diseminados  entre  faros, atalayas  o baluartes,  aguantando  el peso del mundo; son y serán, el  refugio de  los viejos barcos cuando regresen cansados en busca de los puertos que dan abrigo y esperanza humana. Evitando así,  que un temporal de fuerza diez, rompa sus mástiles, rasgue las velas, y  los  deje  varados  en una playa desierta, mostrando la corrosión de las cuadernas con restos  de salitre, a un hipotético  crucero holandés  repleto de esperpénticos turistas   disparando fotos, ignorando que ellos,  son fantasmas sin moneda de Caronte aunque vayan en barco. 


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