El miércoles di un paseo por la playa que está pegando
al antiguo puerto de pescadores del Molinar, en Mallorca. El
sol, a esa hora de la mañana, comenzaba a ser agobiante en el útero
del Almirante de los vientos: El Levente. Delante de mí,
caminaba una niña, seguro que imaginando mundos – me dije-. Calculé que
rondaría tres años de edad. Le protegía
de cerca, la sombra de su abuelo. Fue entonces, cuando divisé a una milla
de la costa de Palma, el barco de Greenpeace, a la vez que un avión descendía,
otros dos esperaban en el cielo. En la misma postal, dentro del puerto, en la
dársena de poniente, dos cruceros ocupaban el muelle. Sin querer, desempolvé
algunos papeles arrinconados en la memoria. Los lienzos pintados con la inventiva, el fruto de viejas lecturas que, en ese
preciso instante se transformaron en algo real. También pensé en Marce
Palau, un navegante que desconfiaba mucho de esos colosos. Ahora, reposa en el sitio que siempre
deseó; cerca de Benicarló, el pueblo de su infancia, envuelto en el
sudario azul del Mediterráneo.
Recordé lo que nos
contó una noche de febrero en Vigo, a bordo de una goleta en el amarre
del puerto. Habían llegado esa tarde, tomaron un descanso tras varios días de
navegación agitada desde no sé qué puerto Danés. Al día siguiente, junto a la
tripulación y ante un atlántico en calma, continuaron con la navegación rumbo
al puerto de Vinaroz. Lamentaré toda mi vida no haber podido
enrolarme el primer día, pero guardaré
eternamente esa visita. Yo, que nací en el interior de la Península Ibérica, no
tardé en saber que un vecino mío, había sido un gran navegante, su nombre:
Álvaro de Mendaña, su esposa: Isabel Barreto, fue la primera mujer que obtuvo
el grado de General o Almirante de la corona Española, juntos
partiendo del Callao, viajaron por segunda vez a unas islas del
Pacifico sur. Él, en una expedición anterior, las había descubierto. Tal vez,
de tanto ver el ancla que hay en el ayuntamiento en honor a tan ilustre vecino,
contagió mi atracción marinera. Por eso, cuando aquella
noche Marce Palau, nos relató varias aventuras marineras en un salón
de la goleta, escuchamos
embobados. Casi al final de esa velada Señaló con nostalgia -hoy
cualquiera es marinero por obtener un título, ahora navegar parece
fácil-. Entre tragos, y pausas en las que yo creía escuchar al Nautilius
dijo: -Desde que el hombre es hombre, siempre navegó con la fuerza del
viento, la fortuna y el valor. Egipcios, Griegos y por encima: Los Fenicios, con unos rudimentarios y efectivos
instrumentos arribaron en Bahías, radas y costas del mar mediterráneo
igual que en otras latitudes, en las cuales, tampoco existía más g.p.s.
que el sol, constelaciones de estrellas, remos, la astucia y el ansia por
colonizar. -Somos- tras una pausa continuó- -Los descendientes de aquellos intrépidos hombres, tanto; Polinesios,
Vikingos (Normandos) y Portugueses, entre otros, los que mezclaron los rasgos
genéticos de nuestros antepasados hasta hoy... -Los marineros, -siguió-,
antiguamente, al encontrarse en las tabernas de los puertos,
reconocían a los que habían atravesado a vela los cabos australes-… Antes de
irnos a los camarotes, -dijo- -siempre fue así- y concluyó la velada con
la ultima frase -hasta la revolución industrial que cambió todo-. Él, que
los últimos años de su vida los pasó entre Ibiza y Formentera, le daba una
risa cervecera al cruzarse con algún marinero de yate y aros en las
orejas.
Pensaba, al llegar a
la playa en él y en lo rápido que va todo. Ahora, miles de pseudoviajeros
pasan unas pocas horas en las ciudades que visitan, descienden de parques
temáticos flotantes sin el más mínimo interés, desconocen quién
fue, por poner un ejemplo, el fraile del monumento que fotografían
en el paseo de Sagrera aquí, en Palma, en Barbados o en San Sebastián de la
Gomera. La necesidad por mostrar la foto al instante a los amigos virtuales: es la prioridad.
A veces deseamos que pase el tiempo sin saber para qué, creemos
que las reglas del juego las inventamos nosotros, olvidamos
que hay regueras con el
nombre Rio bravo como en mi
pueblo esperando a que Zeus amontone nubes, y es entonces, cuando el caos
nos pondrá la cara de emoticono incrédulo. Acabaremos remolcando un iceberg. Y en esos
momentos supinos es cuando me digo, ojalá a Poseidón le dé por tener un
ataque de tos un día de estos y le clave el tridente en la proa por
debajo de la línea de flotación a uno de esos edificios que navegan arrogantes por ahí. Y espero, que
Éolo; entregue la bolsa a los niños, los músicos y la bibliotecaria, si es qué
hay una a bordo. Aunque, estoy seguro que el capitán intentaría abrirla, y no tengo
ninguna duda, de que alguien, inmortalizaría el momento creyendo que forma parte del espectáculo, y es, en ese
instante, cuando me dan ganas de
retroceder a mi época quinqui; comprar una flauta en la
farmacia, telefonear a telejaco ¿cuánto quieres? Y
meterme en la cama igual que Ramón Sampedro. Aunque después, entre otras cosas,
me quita las ganas esa niña medio Valona que de vez en cuando miraba si
seguía ahí, desconocía lo que pensaba su abuelo. Ella, ausente,
construía una torre que esconde secretos con un cubo rosa que
antes olvidé mencionar.
Su madre, mi hija: es
una de tantas guerreras o guerreros del
arco iris diseminados entre faros, atalayas
o baluartes, aguantando el peso del mundo; son y serán,
el refugio de los viejos barcos cuando regresen cansados en busca de los
puertos que dan abrigo y esperanza humana. Evitando así, que un temporal
de fuerza diez, rompa sus mástiles, rasgue las velas, y los deje
varados en una playa desierta, mostrando la corrosión de las cuadernas con
restos de salitre, a un hipotético crucero holandés repleto de
esperpénticos turistas disparando fotos, ignorando que ellos, son
fantasmas sin moneda de Caronte aunque vayan en barco.
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