Reunidos en la cocina, con ojos elocuentes, observaban sin
atreverse a decir nada. El bebé, emitía un llanto de fatiga y desesperación que, al resto de la familia reunida alrededor de la mesa en dónde estaba tumbado, les provoco una inquietante desazón.
Sucedió a Finales de agosto de 1951 en un pueblo
interior de la Galicia miserable de mayorazgos, supersticiones y la Santa
compaña. Había Nacido apenas tres días antes; junto a él, su hermano mellizo
vio la luz media hora antes. En el árbol genealógico ocupaba el último lugar:
el octavo. El médico fue a la casa porque algo iba mal. En él que nació primero
no descubrió ningún Problema relevante. En cambio él otro; debido a su falta de
peso después de no responder bien al examen al que fue sometido, la
conclusión no podía ser más desalentadora:—no hay nada que hacer— dijo a la
madre el doctor cuando terminó de examinar a ambos. En aquel período de
hambre: de primogénitos heredando todo, de curas asesores; con la pena de
muerte en vigor, de reuniones prohibidas a más de tres personas, con calabozos
o incluso cárcel para quien robaba una gallina; de ricos a caballo paseando por
sus tierras fértiles, cuando abundaban los pobres mendigando un trozo de pan
duro que llevarse a la boca a la puerta de las iglesias y, los homoxesuales
eran encerrados en hospitales psiquiátricos de por vida, o los que
tenían algo de poder, humillaban a los ignorantes que no sabían leer, ni
escribir. En esa época; donde las mujeres limpiaban de rodillas con un cepillo
los suelos de las casas que pisaban los señoritos con sus botas llenas de
barro, por una bolsa de comida a la semana como sueldo, y los hombres recorrían
kilómetros y kilómetros a pie o en bicicleta para ir a trabajar; con frio,
calor o lluvia, a cambio de un salario miserable. En ese transcurso de la historia
en el que el mundo estaba lamiéndose las heridas que había dejado el final de
la segunda guerra mundial, y la vida de los pobres valía lo mismo que vale hoy
en día la vida de quien: salta una valla, se esconde en los bajos de un camión, o en el tren de aterrizaje de un avión escapando de la miseria o la guerra;
rara era la familia con carencias e ignorante, que no perdía un hijo al nacer,
asumiendo la perdida con resignación como si fuese un castigo divino.
Justo cuando las fuerzas del bebé se apagaban, un cuervo se posó
en el alfeizar de la ventana presagiando el inminente desenlace. Uno de
los hijos golpeo el cristal espantado así al pájaro de mal agüero
que salió batiendo las alas y graznando con alboroto. La madre, con una frase
entrecortada le pidió a todos los varones incluyendo al padre que abandonaran
la cocina, a excepción de las hijas para no sentirse tan sola. Con la voz
entrecortada por los sollozos acuosos que nublaban sus ojos suevos, lo
tomó en brazos, acercando su debilitado cuerpecillo hacia uno de sus
pechos. Se secó las lágrimas con el dorso de una mano y susurrándole una
melodía que las hijas no llegaron a comprender, lo amamanto con todo el amor
del mundo. Calmó su llanto y siguió cantándole en voz baja. Así estuvo varios
días, con él cogido en brazos, tarareándole nanas hasta ganar la partida al
cuervo enviado desde la región de las tinieblas. Hoy, sigue vivo, gracias al
instinto maternal cuando todo estaba perdido.
Esta, no es una historia desfigurada, me la contaron como ocurrió:
hace unos quince años, yo trabajaba en la provincia de Lérida. Ese viernes por
la mañana, llamé por teléfono a una persona. Tal vez, sin saberlo, estaba
buscando mi lugar en el mundo. Como me quedaba más cerca atravesar los Pirineos
por el túnel de Viella, que pasarme el fin de semana en la carretera para
dormir una noche en mi casa, cerca de Ponferrada; cogí el coche y crucé los
Pirineos rumbo a la Francia que ya no era tan: «igualdad, legalidad y
fraternidad».
Al acabar de cenar, pasamos a charlar al salón de la casa donde me
encontraba: recuerdo aún con nitidez, la mesa, en la que reposaba un cenicero
lleno, al lado de una botella de whisky casi vacía, junto a un álbum de fotos
antiguas, y en la penumbra, iluminados por la tenue luz de una lámpara, en la
noche estrellada que cruzaba por el marco de la ventana buscando el alba de
finales de enero, vi el rostro endurecido de mi tía, preparándose para
relatarme sin dramas un capitulo que desconocía de mi familia. Ahora puedo
darle las gracias a título póstumo a mi difunta Abuela Irene. Sin ella, yo no hubiese
podido contar jamás esto. Alguna vez mi padre, cuando sus nietos eran pequeños,
les cantaba la misma nana que le cantaba su madre: non peches os ollos meu amor,mentras os tes abertos,
a lua pensa que hai sol.
Dice así: no cierres los ojos mi amor, mientras los tienes abiertos, la luna
piensa que hay sol.
De regreso a Lérida, el domingo al atardecer, mientras conducía
evitando inútilmente con la mano, los focos de los coches que venían en
sentido contrario y me molestaban, intentaba imaginarme la vida de las
casas sumergidas en la pobreza. Pensaba en la buena suerte que había
tenido al nacer veinticinco años más tarde. Desde entonces, cuando
veo las noticias o camino por la calle, reconozco algo. Ahora se han sustituido
los cepillos por fregonas para limpiar los suelos, los caballos por coches de
lujo. Aunque los lugares son otros y parece que están lejos, todo sigue siendo
parecido; la ropa vieja, la mirada asustada y hambrienta de los niños que no
entienden nada, sigue siendo como los ojos que tenía mi tía aquella noche
cuando regreso al pasado. Los mismos de la chica adolescente que en 1951
amaba otra chica y solo lo sabía su madre.
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