domingo, 12 de marzo de 2017

No cierres los ojos.

Reunidos en la cocina, con ojos elocuentes, observaban sin atreverse a decir nada. El bebé, emitía un llanto de fatiga y desesperación que, al resto de la familia reunida alrededor de la mesa en dónde estaba tumbado, les provoco una inquietante desazón.

 Sucedió a Finales de agosto de 1951 en un pueblo interior de la Galicia miserable de mayorazgos, supersticiones y la Santa compaña. Había Nacido apenas tres días antes; junto a él, su hermano mellizo vio la luz media hora antes. En el árbol genealógico ocupaba el último lugar: el octavo. El médico fue a la casa porque algo iba mal. En él que nació primero no descubrió ningún Problema relevante. En cambio él otro; debido a su falta de peso después de no responder bien al examen al   que fue sometido, la conclusión no podía ser más desalentadora:—no hay nada que hacer— dijo a la madre el doctor cuando  terminó de examinar a ambos. En aquel período de hambre: de primogénitos heredando todo, de curas asesores; con la pena de muerte en vigor, de reuniones prohibidas a más de tres personas, con calabozos o incluso cárcel para quien robaba una gallina; de ricos a caballo paseando por sus tierras fértiles, cuando abundaban los pobres mendigando un trozo de pan duro que llevarse a la boca a la puerta de las iglesias y, los homoxesuales eran  encerrados  en hospitales psiquiátricos de por vida, o los que tenían algo de poder, humillaban a los ignorantes que no sabían leer, ni escribir. En esa época; donde las mujeres limpiaban de rodillas con un cepillo los suelos de las casas que pisaban los señoritos con sus botas llenas de barro, por una bolsa de comida a la semana como sueldo, y los hombres recorrían kilómetros y kilómetros a pie o en bicicleta para ir a trabajar; con frio, calor o lluvia, a cambio de un salario miserable. En ese transcurso de la historia en el que el mundo estaba lamiéndose las heridas que había dejado el final de la segunda guerra mundial, y la vida de los pobres valía lo mismo que vale hoy en día la vida de quien: salta una valla, se esconde en los bajos de un camión, o en el tren de aterrizaje de un avión escapando de la miseria o la guerra; rara era la familia con carencias e ignorante, que no perdía un hijo al nacer, asumiendo la perdida con resignación como si fuese un castigo divino.  
Justo cuando las fuerzas del bebé se apagaban, un cuervo se posó en el alfeizar de la ventana  presagiando el inminente desenlace. Uno de los hijos golpeo el cristal  espantado así al pájaro de mal agüero que salió batiendo las alas y graznando con alboroto. La madre, con una frase entrecortada le pidió a todos los varones incluyendo al padre que abandonaran la cocina, a excepción de las hijas para no sentirse tan sola. Con la voz entrecortada por los sollozos acuosos  que nublaban sus ojos suevos, lo tomó en brazos, acercando su debilitado cuerpecillo  hacia uno de sus pechos. Se secó las lágrimas con el dorso de una mano y susurrándole una melodía que las hijas no llegaron a comprender, lo amamanto con todo el amor del mundo. Calmó su llanto y siguió cantándole en voz baja. Así estuvo varios días, con él cogido en brazos, tarareándole nanas hasta ganar la partida al cuervo enviado desde la región de las tinieblas. Hoy, sigue vivo, gracias al instinto maternal cuando todo estaba perdido.

Esta, no es una historia desfigurada, me la contaron como ocurrió: hace unos quince años, yo trabajaba en la provincia de Lérida. Ese viernes por la mañana, llamé por teléfono a una persona. Tal vez, sin saberlo, estaba buscando mi lugar en el mundo. Como me quedaba más cerca atravesar los Pirineos por el túnel de Viella, que pasarme el fin de semana en la carretera para dormir una noche en mi casa, cerca de Ponferrada; cogí el coche y crucé los Pirineos rumbo a la Francia que ya no era tan: «igualdad, legalidad y fraternidad».
Al acabar de cenar, pasamos a charlar al salón de la casa donde me encontraba: recuerdo aún con nitidez, la mesa, en la que reposaba un cenicero lleno, al lado de una botella de whisky casi vacía, junto a un álbum de fotos antiguas, y en la penumbra, iluminados por la tenue luz de una lámpara, en la noche estrellada que cruzaba por el marco de la ventana buscando el alba de finales de enero, vi el rostro endurecido de mi tía, preparándose para relatarme sin dramas un capitulo que desconocía de mi familia. Ahora puedo darle las gracias a título póstumo a mi difunta Abuela Irene. Sin ella, yo no hubiese podido contar jamás esto. Alguna vez mi padre, cuando sus nietos eran pequeños, les cantaba la misma nana que le cantaba su madre:  non peches os ollos meu amor,mentras os tes abertos, a lua pensa que hai sol. Dice así: no cierres los ojos mi amor, mientras los tienes abiertos, la luna piensa que hay sol. 

De regreso a Lérida, el domingo al atardecer, mientras  conducía evitando inútilmente con la mano, los focos de los coches que venían en sentido contrario y me molestaban, intentaba imaginarme la vida de las casas sumergidas en la pobreza. Pensaba en la buena suerte que había tenido al nacer veinticinco años más tarde. Desde entonces, cuando veo las noticias o camino por la calle, reconozco algo. Ahora se han sustituido los cepillos por fregonas para limpiar los suelos, los caballos por coches de lujo. Aunque los lugares son otros y parece que están lejos, todo sigue siendo parecido; la ropa vieja, la mirada asustada y hambrienta de los niños que no entienden nada, sigue siendo como los ojos que tenía mi tía aquella noche cuando regreso al pasado. Los mismos de la chica adolescente que en 1951 amaba otra chica y solo lo sabía su madre.


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